La Sangre de un Mártir que Despertó a un Santo y a un Pueblo

Hay imágenes que se graban en la memoria de un pueblo, escenas que actúan como una bisagra en la historia, dividiendo el tiempo en un antes y un después. El 12 de marzo de 1977, en una carretera polvorienta de Aguilares, El Salvador, una de esas escenas quedó inmortalizada con la crudeza de la violencia y la luz inextinguible de la fe: un Volkswagen Safari blanco, acribillado a balazos. Dentro, los cuerpos sin vida del Padre Rutilo Grande, un jesuita de corazón campesino; de Manuel Solórzano, un anciano de 72 años; y de Nelson Rutilio Lemus, un joven de apenas 16.

Desde Juan Diego Network, al abrir este expediente en nuestro podcast Investigación: Futuros Santos de Latinoamérica y el Caribe, no nos preguntamos simplemente qué pasó, sino por qué la muerte de este sacerdote rural se convirtió en el epicentro de un terremoto espiritual y social que sacudió a toda una nación. ¿Cómo su asesinato se transformó en la pieza clave, en la evidencia irrefutable que impulsó a su mejor amigo, un obispo tímido y prudente, a convertirse en el profeta y santo que el mundo hoy conoce como San Óscar Arnulfo Romero?

Para entenderlo, debemos transportarnos a El Salvador de la década de los setenta. No era un país, era una olla de presión a punto de estallar. La desigualdad era el aire que se respiraba: un puñado de familias terratenientes poseía casi toda la tierra, mientras la inmensa mayoría, los campesinos, vivían sumidos en la miseria, sin derechos, sin educación, sin voz. Era un sistema diseñado para la opresión, un "desorden establecido" que se mantenía a base de miedo y violencia.

En este escenario, la Iglesia Católica, recién inspirada por los vientos renovadores del Concilio Vaticano II, comenzó a redescubrir una verdad fundamental del Evangelio: la opción preferencial por los pobres. Sacerdotes y religiosos empezaron a tomar partido. Y en ese lugar, en ese momento, tomar partido por los pobres era, literalmente, firmar una sentencia de muerte.

El Padre Rutilo Grande, párroco de Aguilares desde 1972, no era un político, ni un ideólogo, ni mucho menos un guerrillero. Era un pastor. Un hombre de Dios que olía a oveja porque vivía entre ellas. Su revolución no se gestó con armas, sino con el Evangelio en la mano y una concepción pastoral que rompía todos los moldes. Como revela nuestra investigación, él no esperaba a su rebaño en la comodidad del templo; salía a los cantones, a las veredas polvorientas, a buscar a los últimos, a los olvidados.

Su método fue tan sencillo como profundo: devolvió la dignidad al pueblo. Formó a los propios campesinos como "Delegados de la Palabra", evangelizadores en sus propias comunidades. Les enseñó que ser bautizado no era una mera formalidad social, sino un llamado a la acción, a la justicia, a la construcción del Reino de Dios aquí y ahora. Les enseñó a leer la Biblia y, a través de ella, a leer su propia realidad de explotación y a soñar con una realidad de fraternidad. Para el poder establecido, esto era intolerable. Un campesino con una Biblia y conciencia de su dignidad era más peligroso que un hombre con un fusil.

El púlpito de Rutilo se hizo famoso, y temido. Sus homilías no eran discursos teológicos abstractos; eran la Palabra de Dios encarnada en el sufrimiento y la esperanza de su gente. La evidencia más contundente que recoge nuestro expediente es su último gran sermón, pronunciado en Apopa un mes antes de morir, en una misa de repudio por la expulsión de un sacerdote extranjero. Sus palabras, recogidas en las crónicas, resuenan con una valentía profética que hiela la sangre:

"Es peligroso ser cristiano en nuestro medio. Es peligroso ser verdaderamente católico. Prácticamente es ilegal ser cristiano auténtico en nuestro país… porque necesariamente el mundo que nos rodea está fundado radicalmente en un desorden establecido ante el cual la mera proclamación del evangelio es subversiva".

"Subversivo". Esa fue la palabra clave. Rutilo desenmascaró el sistema. No lo llamó "orden", sino "desorden". Y afirmó que el Evangelio, por su propia naturaleza, venía a trastocarlo todo. Los escuadrones de la muerte, esos grupos paramilitares al servicio del poder, tomaron nota. Las amenazas se intensificaron. Le exigían que se callara, que dejara de "organizar" a los campesinos, que volviera a la sacristía y se limitara a los sacramentos. Pero, ¿puede un pastor abandonar a su rebaño cuando los lobos lo están devorando? La respuesta del Padre Grande fue un "no" rotundo, y pagó el precio más alto por ello.

El 12 de marzo de 1977, mientras se dirigía a El Paisnal para celebrar la novena de San José, la emboscada se cerró sobre él y sus dos compañeros de viaje. Más de doce balas por cuerpo. Una brutalidad calculada para sembrar el terror, para enviar un mensaje claro a toda la Iglesia: este es el destino de quienes se meten donde no les llaman.

Pero el efecto fue exactamente el contrario. Y aquí, el expediente da un giro extraordinario. El clímax de esta historia no es la muerte de Rutilo, sino la vida que su muerte provocó. Cuando su amigo, el recién nombrado Arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, llegó a la escena del crimen, todo cambió. Romero, conocido por su carácter conservador, su prudencia casi temerosa y sus lazos con las élites, se encontró con los cuerpos de su amigo sacerdote, del anciano y del joven. Y en esa sangre derramada, vio la sangre del mismo Cristo, crucificado de nuevo en el pueblo salvadoreño.

Fue su conversión. La sangre de Rutilo lavó los ojos de Monseñor Romero. El obispo tímido murió en esa carretera polvorienta, y de allí nació el profeta, la voz de los sin voz, el santo de América.

La Iglesia, a través de su propia y exhaustiva investigación, ha dado su veredicto. El 21 de febrero de 2020, el Papa Francisco reconoció que Rutilo, Manuel y Nelson fueron asesinados in odium fidei, por odio a la fe. No los mataron por ser opositores políticos, sino por su fidelidad radical a un Evangelio que exige justicia para los pobres. El 22 de enero de 2022, fueron declarados beatos.

El caso del Beato Rutilo Grande nos demuestra que la fe no es un refugio privado e indiferente ante el sufrimiento del mundo. Es un compromiso total, una fuerza transformadora que, cuando se toma en serio, se vuelve "subversiva" para cualquier sistema de injusticia. La vida de este humilde párroco rural nos interpela hoy: ¿Nuestra fe nos acomoda al "desorden establecido" o nos impulsa a proclamar, con obras y palabras, el Reino de Dios? La investigación de su vida y martirio permanece abierta, no en los archivos, sino en el corazón de cada creyente llamado a vivir un cristianismo auténtico y valiente.